He leído con pocas semanas de distancia dos recientes novelas que afrontan de formas casi opuestas un mismo desafío: dar cuenta de un periodo muy concreto en la vida de dos personajes reales. En Ravel, Jean Echenoz describe con pulcritud y aparente objetividad los diez últimos años del genial músico y obtiene una narración bastante pura, donde la figura histórica logra transformarse en un personaje literario autónomo, redondo, plenamente novelesco. José Carlos Llop, en cambio, al ocuparse de las oscuras aventuras de César González Ruano en la Francia ocupada (París: Suite 1940), rehuye la fabulación a la que debería inclinarle la escasez de información fiable con la que cuenta y se dedica a girar alrededor de cuatro certezas y un millar de dudas, a lanzar hipótesis tras hipótesis, siguiendo un método de trabajo más cercano a la investigación literaria que a la narrativa. Y sin embargo uno no duda de que se trata de una novela. Echenoz dispone de una bibliografía muy amplia, que asimila y de la que aprovecha una pequeña parte para acercarse con actitud minimalista, pero poderoso aliento narrativo, a los cruciales años finales de un personaje fascinante. Llop exprime hasta el cansancio la pobre información de la que dispone para trazar algunas de las posibles coordenadas de una historia en permanente fuera de campo protagonizada por un profesional de la simulación. Ambos, cada uno a su aire, nos regalan magníficos trabajos.
viernes, 30 de noviembre de 2007
martes, 27 de noviembre de 2007
Caídas
PAISAJE CON LA CAÍDA DE ÍCARO
de la orilla del mar
absorto
en sí mismo
William Carlos Williams (1962)
MUSÉE DES BEAUX ARTS
del año seguía su
curso hormigueando
cerca
curso hormigueando
cerca
de la orilla del mar
absorto
en sí mismo
no muy lejos
de la costa
hubo
un chapoteo que nadie notó
ése era
Ícaro ahogándose
de la costa
hubo
un chapoteo que nadie notó
ése era
Ícaro ahogándose
William Carlos Williams (1962)
MUSÉE DES BEAUX ARTS
Sobre el sufrimiento nunca erraron
los viejos maestros: qué bien entendieron
su sitio entre los hombres, cómo acontece
mientras alguien come o abre una ventana o simplemente se pasea aburrido;
cómo, mientras los ancianos esperan reverenciosamente, con pasión,
el milagroso nacimiento, siempre debe haber niños
patinando en un lago junto al bosque
que no tenían especial interés en que eso ocurriese.
Nunca olvidaron
que incluso el atroz martirio debe seguir su curso
de cualquier modo, en una esquina, en algún paraje descuidado
donde los perros continúan con sus vidas de perro y el caballo del verdugo
frota su inocencia contra un árbol.
los viejos maestros: qué bien entendieron
su sitio entre los hombres, cómo acontece
mientras alguien come o abre una ventana o simplemente se pasea aburrido;
cómo, mientras los ancianos esperan reverenciosamente, con pasión,
el milagroso nacimiento, siempre debe haber niños
patinando en un lago junto al bosque
que no tenían especial interés en que eso ocurriese.
Nunca olvidaron
que incluso el atroz martirio debe seguir su curso
de cualquier modo, en una esquina, en algún paraje descuidado
donde los perros continúan con sus vidas de perro y el caballo del verdugo
frota su inocencia contra un árbol.
En el Ícaro de Brueghel, por ejemplo: de qué modo todo se aleja
tan pausadamente del desastre; el labrador
debe haber oído el chapoteo, el grito abandonado,
pero para él no era una caída importante; el sol brillaba
como tenía que hacerlo, sobre las blancas piernas desapareciendo en el agua
verde; y el caro y delicado barco que debió haber visto
algo asombroso, un niño cayendo desde el cielo,
tenía algún lugar al que llegar y zarpó calmosamente.
tan pausadamente del desastre; el labrador
debe haber oído el chapoteo, el grito abandonado,
pero para él no era una caída importante; el sol brillaba
como tenía que hacerlo, sobre las blancas piernas desapareciendo en el agua
verde; y el caro y delicado barco que debió haber visto
algo asombroso, un niño cayendo desde el cielo,
tenía algún lugar al que llegar y zarpó calmosamente.
W.H. Auden (1938)
sábado, 17 de noviembre de 2007
Collage nº 1
Murió la araña que medía el tiempo,
sólo hay un viejo muro y una nueva familia de sombras.
Yo enseño mi cara de fantasma.
La noche era un reloj no para el tiempo
sino para la luz
era un pulpo que era una piedra
era una tela como una pizarra llena de ojos.
Oh, dime cómo curarse de la ironía de la mirada
que ve pero no penetra; dime cómo curarse del silencio.
sólo hay un viejo muro y una nueva familia de sombras.
Yo enseño mi cara de fantasma.
La noche era un reloj no para el tiempo
sino para la luz
era un pulpo que era una piedra
era una tela como una pizarra llena de ojos.
Oh, dime cómo curarse de la ironía de la mirada
que ve pero no penetra; dime cómo curarse del silencio.
Versos de
Lezama Lima,
C. E. de Ory,
Blanca Varela
y
A. Zagajewski
miércoles, 14 de noviembre de 2007
Agujeros
Al bueno de Albert Mérat (1840-1909) se le recuerda (o casi) por obras como El ídolo, fetichista sonetario consagrado a cantar las excelencias de las diferentes partes del cuerpo de su amada. Aunque lo que de verdad pasó a la historia fue el celebre Soneto al agujero del culo, de Rimbaud y Verlaine, parodia más o menos evidente del libro de Mérat. Ah, la gloria literaria, ese agujero negro...
En el cuadro de Fantin-Latour Un coin de table, el ramo de flores llena el hueco dejado por Mérat, quien se negó a ser representado junto a la turbulenta pareja. El se lo perdió.
domingo, 11 de noviembre de 2007
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