El sábado leí en Babelia una interesante entrevista de Juan Cruz a Antonio Martínez Sarrión a propósito de la reciente publicación de un ensayo de este último dedicado al surrealismo. En cierto momento, el entrevistador aprovecha la contraposición que el poeta establece entre "el dinero" y "el sueño" para llevar el tema a otro terreno:
Esa falta de sueño, le digo a Sarrión, puede crear una crisis en la narrativa. Contar significa soñar. Quizás me equivoque, pero uno cree descubrir tras tales palabras un sutil cuestionamiento de ciertos dogmas teóricos cada vez más presentes en la actual narrativa española (y también en la poesía). Me resulta especialmente llamativo el hecho de que tanto apocalípticos como integrados (perdón por este lenguaje tan vintage: debe ser el influjo de las conmemoraciones soixante-huitards) parezcan compartir a menudo una misma premisa ineludible: la necesidad de acoger en el texto el constante fragor de "lo real", a partir de una concepción a mi juicio bastante estrecha de la realidad; lo que, por cierto, no deja de resultar llamativo en un momento de disolución de fronteras cognitivas, por decirlo así. Una realidad, en fin, confundida con "actualidad", y que sirve siempre de justificación extraliteraria a la obra, siquiera a posteriori.
La poesía no se hace con ideas, sino con palabras: no por manida deja la frase de Mallarmé de resultar exacta, necesaria. Y es el sueño, claro, el único terreno donde las formas campan realmente a sus anchas, lejos o al margen de la causalidad cotidiana. No estoy proponiendo ningún tipo de purismo antirrealista, sino justo lo contrario: que la necesaria expansión del concepto de "lo poético" no se convierta en un lastre, que un amo no sustituya a otro, que no tengamos que renunciar absolutamente a nada, cegados por el brillo plástico de la publicidad o ensordecidos por el estruendomudo de los no-lugares.
¡Hay que rescatar lo mínimo del sueño!, propone con entusiasmo Martínez Sarrión. Y uno no puede estar más de acuerdo.